Ataulfo San Román
Mendieta tenía cinco años cuando se percató que él era único, singular, especial,
extraordinario.
Cuenta la leyenda
que cuando nació, todo el hospital quedó en silencio, y sólo se podía escuchar
su desgarrador grito, más fuerte que el viento de la tempestad. También se
decía de él que nació frío como el hielo, y que ya tenía los ojos bien abiertos
cuando salió.
Claro que hay
varias mentiras, pues el hospital estaba en su hora más ruidosa, y aún así se
escuchó su llanto atronador. Nació más frío que el hielo, o que la nieve; pero
sí nació con los ojos abiertos, los mismos que no cerraría en mucho tiempo.
Se percató de su
unicidad el día que su madre se largó de la casa, sólo llevándose a Sebastián,
su hermano, dejando a Ataulfo y a la pequeña Sandra al cuidado del padre de
ambos. Fue un día nublado y bastante frío, Ataulfo ya sabía que el frío no le
hacía nada, podía estar todos los días de Julio y Junio viendo la nieve sin que
le diera ni un escalofrío, pero odiaba el calor abrasador de la Navidad.
Sebastian era más propenso al frío, y por eso odiaba Julio, y amaba la calurosa
Navidad.
Siempre Ataulfo y
Sebastián fueron diametralmente opuestos, como el negro y el blanco. Dos caras
opuestas de la misma moneda opuesta a lo demás. Sebastián era moreno y de ojos
claro, mientras Ataulfo era blanco y de ojos oscuros. Sebastián era alto y Ataulfo
chaparro, Ataulfo disfrutaba el café y su hermano lo odiaba, Sebastián siempre se
veía sonriente y hablaba con todo mundo, mientras que su hermano sonreía cada
domingo de adviento, y se llevaba mal con casi todos. Sebastián no comprendía
muchas cosas, pero era más imaginativo que cualquiera, mientras que Ataulfo
seguía órdenes y entendía todo, pero nació sin imaginación. Casi nadie le hacía
caso a estas sutiles diferencias entre uno y otro, excepto, tal vez, su madre,
quien siempre mimaba más a Sebastián, siempre le daba primero de comer a
Sebastián, siempre abrazaba más a Sebastian, Siempre más de todo a Sebastián.
El día que se fue
su madre, Ataulfo soñó con un gran oso viviendo dentro de un iglú, con
mariposas de colores, con el vuelo de los pájaros y con ángeles secuestrados en
jaulas doradas, con las alas cortadas y las miradas perdidas, todos obedeciendo
al tirano dueño de sus alas.
Se despertó como
siempre, antes de que llegara su madre, por pura inercia, como le habían
enseñado los cinco años, diez meses y tres días de vida que tenía. Miró el
techo decorado de su enorme cuarto compartido, y pensó en los sueños y en los
soñadores, en aviones y en las lágrimas.
“¿De donde saldrá
esa agua salada que les brota a mamá y a Sebi cuando papá les pega?” Se
preguntó el niñito, sabía que más de la mitad del cuerpo humano estaba hecha a
base de agua, pero el agua se sudaba, se tomaba, se orinaba, pero no se sacaba
por los ojos como si la regalaran.
Ese día fue al
jardín de niños, donde los demás niños lo tenían por raro, pues nunca sonreía,
siempre tenía la respuesta correcta, nunca jugaba con los demás niños del
salón, y era demasiado problemático y temperamental, no le podías hacer una
broma sin que te soltara un buen moquetazo en el rostro.
Era mucho más inteligente
que sus amigos, y sin la necesidad de aplicarse a escuchar la charlatanería de
la maestra. Supo que el rojo era el rojo a los dos años, ya sabía leer
perfectamente a los cuatro, aprendió a decir mamá a los seis meses, y podía
escribir cualquier frase con perfecta ortografía desde su quinto cumpleaños.
Sus papás y maestros le decían superdotado rebelde, pero él nunca creyó que eso
fuera diferente a lo que hacía el resto del mundo, se creía normal, sólo un
poco más listo que muchos de sus amigos, pero sin duda siempre habría niños más
listos que él.
Pero ese día,
cuando se enteró que su madre se fue, sin dejar más que una nota de papel en la
mesa, y una carta para Mario San Román en el cuarto, supo que no era normal.
Vio a su padre, al
mismísimo Mario San Román, derrumbarse completamente destrozado sobre una silla
tras leer la carta que le dejó su esposa.
-Pero si serás
tremenda hija de puta, golfa y puta –repitió entre lágrimas el padre de
Ataulfo, mientras él lo veía, lo olía, y sentía pena por él.
-¿Qué dice la
carta, padre? – preguntó Ataulfo, con una dicción perfecta y hielo en los ojos.
-Nada que te
importe, mocoso miserable – el padre de Ataulfo se levantó de su silla, sólo
para darle una tunda a su hijo mientras gritaba “¡Tremenda hija de puta! ¡Zorra
hija de puta!”. Ataulfo sabía que los golpes dolían, por que conocía esa
extraña sensación de dolor, como si algo dentro de él se quemara. Pero esos
golpes no le dolían demasiado, se sentía tranquilo, sólo un poco incómodo, pues
al día siguiente su cuerpo estaría lleno de manchas moradas.
Acabó de ser
tundido, y se fue a su cuarto, que ahora estaba sólo, sin Sebastián, se sintió
extraño, con una sensación de libertad que sólo te da tanto espacio, por fin
podría dormir en la cama grande y jugar con la mayoría de los juguetes más
bonitos de Sebastián, pues sólo se llevó sus favoritos con su madre.
Ataulfo esperó a
que su padre durmiera, esperó y esperó, hasta que llegó el momento esperado y
pudo entrar a ver la carta. No decía nada muy importante ni interesante. Que el
amor, que no la buscara, que Sandra y Ataulfo se quedaban con él, que la
confianza, que las conchas de las madres de todos. Pero hubo un detalle que le
pegó más que todos. La carta le revelaba a Mario San Román que el verdadero
padre de Sebastián era Arcadio Gil.
Ataulfo se sintió
traicionado, engañado, como un idiota al creer ciegamente que esa señora
pudiera tener algo de bueno, o que él y Sebastián podían ser completamente
hermanos. Sintió fuego en su estómago como nunca lo había sentido, apretó sus
pequeños y delicados puños de cinco años y luego comenzó a restregarse los
ojos, ni una sola gota. Su corazón seguía latiendo igual sin ninguna alteración
de esas que a Sebastián le ocurrían día sí, día también. Su corazón estaba
frío, y sólo tocarse el pecho, sentía su mano más helada que el culo de un
pingüino.
Así fue como se
enteró que era diferente al resto del mundo, se dio cuenta que su corazón no
estaba hecho de músculos y grasas, sino de hielo y hiel. Dio una carcajada
mientras salía del cuarto de su padre, se juraba encontrar la manera de que
todo el mundo fuera igual que él, conseguir helar el corazón de la humanidad, y
así castigar y premiar a cada humano, dependiendo de que lado viera.
También, pero en sueños, juró encontrar a Sebastián,
sólo para hacer su vida un martirio constante junto a su madre, era lo menos
que merecían por dejarlo a su suerte con Sandra y el violento de Mario San
Román.
Como Ataulfo lo
presintió aquel día en que su madre lo abandonó para no regresar nunca, su vida
no fue fácil, pero tampoco estuvo llena de complicaciones.
Creció en una casa
rica, con todos los lujos imaginables para esos años setentas. Tenía televisión
a color, teléfono en la casa, agua potable y servicio de transporte, limpieza y
comida. Su padre se casó todavía otras dos veces en diez, y en cada ocasión
tuvo una hija, dejando a Ataulfo sin un hermanito para jugar y decirse cosas de
hombres. Pero lo peor de no tener otro hombre en la casa, eran las zarandeadas
que su padre le daba tres veces a la semana, siempre que llegaba ebrio de algún
lado. Las golpizas se daban en el baño, a escondidas y con violencia y
dedicación casi ritual, en ellas Mario San Román descargaba contra el mayor de
sus hijos todo su coraje por no tener lo que quería, por estarse yendo a la
mierda junto con el mierdero país, por la traición de Dalia Mendieta, la única
mujer a quien pudo amar alguna vez.
Ataulfo veía con
normalidad las agresiones de su padre, las cuales no le dolían, como ya no le
dolía nada de lo que pudiera hacerle nadie. Comprendía a su padre y hasta lo
compadecía por compartir con los humanos esa condena que resultaba el tener un
corazón de carne, que bombeaba sangre cálida a todo el organismo, un corazón de
carne capaz de sentir dolor y amor. Estas palizas sólo servían para aumentar su
odio por la figura materna y el hermano mayor, quien ya no estaba para soportar
los golpes.
Vivió con esa
rutina de los golpes hasta sus quince años, cuatro meses y once días, día en
que su padre tuvo el primero de varios infartos que lo terminarían matando, y
que lo mantendrían en el hospital, o bajo observación la mayor parte del
tiempo. Una nueva razón para odiar a su madre. Era una mujer mala, capaz de
hacer con el corazón de un hombre un punto de dolor máximo.
Ataulfo encontró en
el dolor de las demás personas, un placer inusual. Acostumbraba traumar a los
niños más pequeños con historias de terror, ahorcaba gatos hasta dejarlos
muertos en el suelo, pateaba perros y le hacía cosas mañas a sus hermanas, como
pellizcarlas, dejarlas caer de la cama, escupirles y decirles putas. Pero su
mayor diversión, sin duda, era crear chismes para separar parejas. Lo descubrió
a los nueve años, cuando hizo que Alejandra Márquez y Julián García, una
parejita de la escuela, se separara por que él inventó que ella “le hizo un
pete groso a un niño de secundaria, y también se dejó dar por el orto”. Y desde
ahí había creado cuanta estafa se le ocurriera para separar relaciones
estables.
Su mayor logro fue
cuando los Fuentes de la Red se separaron, por que la esposa creyó que Ataulfo
era un bastardo de su esposo. Comenzó diciendo esto a una niña de bachiller, y
todo terminó en una separación escandalosa.
Sabía que la
mentira corría más rápido que la verdad, y que la gente siempre la prefería,
por ser más rica en contenido. Y eso le gustaba. Hacer sufrir a los demás era
su afición número uno.
Desde el primer
infarto de su padre, Ataulfo se tuvo que encargar de sus tres hermanas, en
compañía de la señora Alicia, ama de llaves de la casa, y la última esposa de
Mario San Román; La señora Lucero Valencia de San Román.
Lucero Valencia era
una muchacha de sólo veinte años, y Mario San Román se había casado con ella dos
años antes, cuando la saco de una casa de putas por una hija que esperaba. Era
bastante guapa, de piel clarita y ojos verdes como el pasto en primavera, era
delgada y con un trasero pronunciado y suave, como le gustaban las putas al
padre de Ataulfo. Era también una mujer servicial y cordial, dueña de sí misma
y de sus placeres como pocas.
Lucero Valencia
siempre había infundido una especie de respeto en Ataulfo, quien no podía dejar
de pensar en ella como el ejemplo claro de lo que una persona con corazón de
hielo era; fría y dueña de sí, sin ninguna motivación práctica diferente a la
satisfacción personal. También la forma en que siempre conseguía lo que quería
en base a sus palabras y su lindura le hacían pensar a Ataulfo que debía ser la
mejor madre del mundo, y envidió a Ana, su media hermana más pequeña.
Pero toda la
admiración que pudo sentir por Lucero Valencia, se acrecentó el mismo día que
perdió la virginidad, tomada a la fuerza por su madrastra. Fue un día soleado
de diciembre, mientras Mario San Román se debatía entre la vida y la muerte, y
cada una de las niñas estaba en la escuela. Ataulfo no fue por que tenía dolor
de cabeza y Lucero Valencia envió una carta al colegio, indicando que su
hijastro ni iría ese día, y que lo dispensaran. Ataulfo estaba más cerca de los
diecisiete que de los quince, y nunca había besado a una chica, nunca se
interesó por una chica, nunca se había masturbado, nunca había tomado la mano
de una chica, nunca se había enamorado. Hablaba con mujeres sin pena, y sólo
para lo esencial, las veía como las causantes principales del grave mal de amores,
y las que hacían que los corazones de carne sufrieran exaltaciones, y las
despreciaba a todas, menos a Lucero Valencia.
-He hablado al
colegio para informar que no irás – le dijo mientras entraba a su cuarto y se
sentaba en la cama.
-Gracias.
-Creo que hoy te
espera un día muy calmado.
-Eso parece.
-Pues te equivocas
– Lucero Valencia se metió entre las cobijas de Ataulfo, y le besó sus labios
con pasión y gozo, algo inconcebible para una mujer con corazón de hielo. Pero
Ataulfo le siguió el juego, estaba firmemente convencido que el hielo de su
corazón le impediría sentir algo, pero le falló el cálculo.
La alguna vez
prostituta lo desnudó y aplicó todas sus artes pasionales para despertar en el
cuerpo de Ataulfo la llama del deseo, desenmascarar la verdadera identidad de
su ahijado, un hombre fuerte y viril, un tigre enjaulado, esperando escapar de
una vez y para siempre.
Fue un sexo
violento, desgarrador, el novato sentía crecer dentro de él sensaciones
inusuales y seguía órdenes con suma eficacia, mientras que la maestra se
sorprendía al descubrir las capacidades indescriptibles de su pupilo,
diligente, esmerado, cumplidor, pero pragmático en exceso. Se sintió complacida
en el plano físico, resultó mejor de lo que esperaba. Pero también se
desilusionó, esperaba conquistar el corazón de ese niño que la encaprichaba,
que la enamoró desde que lo vio, que llenaba sus sueños y sus orgasmos, pero a
cambio de eso, despertó a la bestia del sexo entre los pantalones de Ataulfo,
quien resumió en seis palabras un secreto a voces.
-Por eso a todos
les gusta – ni una sonrisa, sólo un orgasmo húmedo, duradero, y que le causó un
gran placer al adolescente, pero no logró mover una sola placa de escarcha de
su helado corazón.
Ahora enaltecía aún más a Lucero Valencia; alguien
que aparte de disfrutar tanto de los placeres corporales, también lucraba con
eso, sólo podía ser una genio helada.
Ataulfo y Lucero
Valencia se convirtieron en amantes constantes, y duraron así hasta que él
cumplió los dieciocho, y tuvo edad para dejar la casa paterna y largarse a
estudiar medicina, donde seguramente encontraría la forma de congelar el
corazón del mundo entero.
Lucero Valencia,
mientras tanto, contaba deshojando una pobre rosa los días que faltaban para
que su querido querubín se largara indefinidamente de la casa. Había sido su
único amante, la única persona con quien rompio el voto de fidelidad hecho a
Mario San Román, lo vio crecer, estudiar, conocer al mundo, y aprender miles de
formas para darle placer y bdarse placer.
Los encuentros eran
furtivos, aprovechando para amarse lo poco que les dejara la vida, unos minutos
en la cocina, algunas horas en la cama cuando Mario San Román iba al hospital,
muchas veces en la azotes. Lo más desquiciado fue hacerlo en el cuarto de
costura, mientras las niñas vepian televisión. Para Lucero era algo más que
sólo sexo increíblemente placentero, era entregar su corazón, su alma, su vida,
dejar en claro el amor. Pero Ataulfo lo veía como lo que su pobre corazón de
hielo le permitía, sólo placer físico desmedido.
Ignorante de esta
situación, y convencida de que Ataulfo sólo necesitaba un ligero empujoncito
por el camino del amor para darse cuenta de que estaba enamorado de su
madrastra, Lucero Valencia decidió volverse loca el último día antes de que Ataulfo
se fuera al extranjero a estudiar, cortesía de una beca proporcionada por la
UNAM. Firmó su acta de muerte con las palabras más sinceras, estúpidas,
mortales y placenteras que habría de decir nunca.
-Te amo – le dijo
esa noche, tras hacer el amor, esperando una respuesta igual de parte de
Ataulfo, quien sólo comenzó a reírse; su mujer de hielo había caído de su
gracia, también tenía corazón de carne.
-Eso no es cierto,
dime que no es cierto.
-Sí lo es, es
cierto, te amo a ti como no he amado en mi vida, eras lo que siempre había
buscado, déjame irme a vivir contigo, seamos felices por allá, en México,
olvidémonos de todo y amémonos.
-Pero si yo no te
amo, sólo garcho contigo por que me gusta, pero garcharía con otra mujer si se
me ofreciera en dulce, como tú
-¿Dos años de
garchar, sin hacer el amor?
-Mujer de hielo,
¿estás de broma?
-No, en serio, te
ampo, y sé que vos me amas, tienes qué.
-No, Lucero
Valencia, yo no amo a nadie ni a nada. Te respetaba, por que creía que eras
como yo y sólo buscabas el placer a toda costa, pero veo que no.
-Te pido que te
bajes de mi cama y no nos volvamos a ver hasta que tus sentimientos hayan
abandonado tu estúpido corazón de carne.
-¿Pero que decís?
¡Tienes congelado el corazón!
-¿Cómo lo supiste?
– Ataulfo se quedó helado y por primera vez sintió que su secreto se había
revelado.
-Cuando me abrazás,
todo tu cuerpo es un cubo de hielo, cuando me amás, sos un cubo de hielo.
-Que bueno que lo
tengas en mente, putarraca estúpida.
-Creí que podrías
amarme, creí que podría quitar el hielo de tu corazón.
-¿Una puta como tú?
Jamás quitaría un copo de nieve por ti.
-Me lastimás.
-Lárgate, mañana me
voy a la escuela – Lucero Valencia salió del cuarto de su hijastro-amante y
comenzó a vagar por la ciudad, ya sin ánimos de vivir. Pensó que había
entregado demasiado de su vida a ese estúpido muchacho que le terminó jodiendo
la vida. Lloró y lloró de nuevo, sin saber que hacer, otros hombres la habían
lastimado ya, pero nunca nadie le había destrozado el corazón.
-Ese pibe, tené
hielo en su corazón.
Ataulfo durmió con decepción, su mujer de hielo no
era más que una farsa. Pero no tenía por qué serlo siempre, comenzaría
congelando el corazón primero a Lucero Valencia, y así podría tener orgasmos
con ella cuando quisiera, y como quisiera.
Ataulfo pasó su
primer año en la universidad con un promedio excelente, resultado de su
extraordinaria capacidad de retención y entendimiento. Pero no encontró ningún
libro, ninguna clase, ningún maestro que le dijera algo sobre su corazón helado
y como podía transformarlo. Encontró a muchas chicas con las que tuvo
relaciones por varios días, sólo hasta que aparecía una nueva y se iba sin
dejar una sola marca. Así regresó a Argentina, frustrado e infeliz.
Cuando llegó, se
encontró con sus hermanas y Lucero Valencia en el aeropuerto. Todas estaban
igual que cuando las dejó, excepto por Lucero, quien ya no era tan hermosa, su
piel se había vuelto dura, sus ojos se habían apagado, su cabello perdió color
y tenía un collarín bastante antiestético en el cuello.
-Los doctores dicen
que es por el cáncer – le dijo Lucero Valencia a Ataulfo cuando estuvieron a
solas –, pero a mí no me engañan.
-¿Qué te pasa
entonces, vieja?
-Que me dio el
desamor.
-No llevo ni un día
acá, ¿y vos ya empezás con tus sandeces?
-Que no son
sandeces, mi sol, sin ti no vivo más, pues la vida que no es contigo, no se
merece vivir.
-Dejate de joder,
si no querés garchar, fuera de mi cuarto, que vos no sos la única, allá en
México son tan putas que me la han aplicado tres al mismo tiempo.
-Seguís con el
corazón helado – Lucero Valencia se resignó a lo inevitable y salió del cuarto
de su aún hijastro, con toda la intención de ponerle fin al suplicio que le
había traído el maldito muchacho.
Se tardó dos
semanas en encontrar la manera, y dos días en planear su escape de las garras
malévolas de Ataulfo, pero cuando lo logró, nada en el mundo pudo revertir su
decisión. Le dispararía a Ataulfo, y luego se dispararía, para que al menos tuviera
la certeza de que murió en sus manos.
Llegó el fatídico
miércoles en que su suicidio se llevaría a cabo. Dejó una carta en el cuarto de
Ataulfo, pidiéndole reunirse para tener un buen último polvo. Eso sería
infalible. Sacó de entre las cosas de Mario San Román una vieja Colt 45, la
cargó y la llevó consigo al punto de reunión; el cuarto de escobas.
Ataulfo encontró la
carta, salió y se reunió con Lucero Valencia, quien se veía más deseable que
nunca, con su nueva falda negra llena de encajes, especial para la ocasión,
también llevaba una blusa negra y medias de nylon. Lucero le hizo el amor a
Ataulfo como una loca frenética, sabiendo que sería la última vez que haría el
amor con alguien. Probó cada posición que conocía, cada movimiento, buscó el
punto G, pero no lo encontró. Ataulfo lo hizo como siempre, con una mezcla de
diversión y placer que lo hacían un amante único en el mundo, frío y erecto
hasta el infinito.
Lucero Valencia
terminó tres veces antes de efectuar de una vez el maldito plan. Ni siquiera se
vistió o dejó que Ataulfo lo hiciera.
-Tengo una sorpresa
para ti.
-Dejate de cursilerías,
que sólo vine para garcharte.
-Créeme que esto no
es nada cursi – sacó la Colt de entre sus cosas y la apuntó directamente al
corazón de Ataulfo.
-¡¿PERO QUÉ HACÉS?!
-Si yo no tengo tu
corazón, nadie lo tendrá, mi sol, nadie – Lucero Valencia quitó el seguro, y en
ese momento una luz apareció de la nada, una luz blanca, que sólo Ataulfo pudo
ver, del rayo de luz apareció una figura muy extraña. Era un hombre alto, lleno
de tatuajes y rapado, vestía una túnica blanca y llevaba en la espalda unas brillantes
alas negras.
“Parece que estás
muerto, ¿verdad?” escuchó Ataulfo en su cabeza.
-¿Quién sos vos? –
preguntó Ataulfo al ángel.
-La Boluda que se
enamoró de ti, y la que te va a llevar a la tumba.
“Soy un ángel de la
muerte, y he venido a llevarte”
-Yo no me quiero
ir, aún tengo mucho que hacer en esta vida.
-Lástima, mi
querido, pero ya es tarde para arrepentirse.
“Lo sé, por eso
estoy aquí, te ofrezco un trato, pero tienes que cerrar la boca, que en tus
pensamientos te oigo bien”
-Es una lástima que
todo tenga que terminar así entre nosotros, pero te amo, y te necesito… – Ataulfo
volteó a ver al ángel, asintió y dejó de escuchar toda la sarta de estupideces
que Lucero Valencia le tenía que decir.
“Sácame de esta,
ángel” pensó Ataulfo y el ángel sonrió antes de ponerse a su izquierda y
susurrarle al oído.
“Si te saco de
esta, te va a costar mucho más de lo que imaginas, no creas que es un favor
fácil. En este momento, tú ya estás en las filas de los muertos, te están
esperando para cruzar las puertas del infierno”
“¿Qué necesitas? Te
puedo dar lo que querás, mi alma si es necesario.”
“A quien quieres
engañar, tú no tienes alma. Pero tu corazón de hielo es interesante, me vendría
bien para dárselo al jefe”
“¿De que hablás?
Ese es mío, la única razón por la que vivo”
“Te cambio tu
corazón de hielo por tu vida nueva”
“Ni hablar, es lo
único que me da vida”
“Entonces, te toca
morir, ché”
“Esperá, creo que
todo es negociable, y te puedo ofrecer un mejor trato.”
“Soy todo oídos.”
“Vos querés mi
corazón, y yo quiero vivir para poder congelar el corazón de todos. Que tal si
hacemos un equipo”
“Lo siento, yo no
hago tratos. Tu corazón o tu muerte”
Ataulfo lo masticó
un poco, no tenía mucho sentido vivir sin un corazón de hielo, pero tampoco
morir por no querer entregarlo.
“Si no queda más
remedio, llévate mi corazón”
“Trato hecho”- el
ángel metió su mano divina en el pecho de Ataulfo, y la sacó poco después, con
un corazón hecho en su totalidad de hielo y escarcha.
“Vaya, si tienes un
corazón de hielo” – dijo el ángel antes de chascar los dedos y desaparecer
junto con esa luz brillante misteriosa.
-¡Espera, hijo de
puto, me tenés que salvar la vida!
-De esta sólo te
salva que me ames – le dijo Lucero Valencia a Ataulfo, y este la vio, y sintió
su corazón latir acelerado, lleno de calor, con miedo, y tal vez, con amor.
-Te amo – dijo
entre la confusión.
-Sí, claro, cuando
te conviene.
-No, es en serio,
tocá – Ataulfo dejó que Lucero Valencia le tocara el pecho, y ella de inmediato
notó algo diferente.
-Está calientito.
-Es por que vos le
quitaste la escarcha a mi corazón.
-Yo viví años sólo
para escuchar esas palabras.
-Pues ahí las
tienes, le quitaste la escarcha a mi corazón de hielo.
-Te amo, mi cielo –
Lucero Valencia abrazó a Ataulfo con amor, y éste le devolvió el abrazo, sintió
su corazón latir cálido, y se sintió mal por engañar a la pobre mujer. Abrió la
palma de su mano, y encontró las dos plumas que le había robado a las alas del
ángel de la muerte.
-Tú no te me
escapas – dijo entre dientes.
-No lo haré nunca – le respondió Lucero Valencia,
sin saber a que se refería su amor.