Arcadio Gil Franco conoció a Dalia Mendieta de los
Santos de San Román por accidente, sin quererlo realmente, en un parque de
Tucumán, Argentina, que ambos visitaron con sus respectivas parejas. Arcadio
iba bien acompañado por Anastasia Córdoba, y Dalia iba de la mano de Don Mario
San Román y Cuenca Segundo, un descendiente de la familia más rica de Buenos
Aires. Se conocieron gracias a alguna magia del Espíritu Santo, y supieron que
nunca más querrían estar con otra persona
Arcadio era un pobre carpintero quien tenía que
trabajar haciendo juguetes para los niños en una de las primeras fábricas que
habían llegado a La Plata.
Era el tercero de ocho hijos, y apenas había acabado la
secundaria antes de entrar a trabajar para solventar los gastos de la casa de
sus padres, posteriormente, la suya. Aún mandaba los doce de cada mes, una
contribución pequeña para las personas que le dieron la vida. Vivía en una
villa miseria con sus suegros, su cuñada y su esposa Anastasia. Ella era
infértil, pero todos le echaban la culpa de la falta de hijos a él y su buen
seso para no andar trayendo criaturas indebidas a la ciudad.
Dalia era la mayor de los Mendieta de los Santos, y
sólo tenía tres hermanos varones. Era una niña que creció rica y ajena al mundo
de pobreza que se vivía tras los muros de su castillo de cristal. Se prometió
con Don Mario a los diecinueve años, para casarse antes de los veinte, en una
boda que rodó por toda la prensa nacional, y fue conocida como “LA BODA TREPIDANTE DEL
SEÑOR SAN ROMÁN”, dada la alharaca tan grande que generó. Llevaban cinco meses
de matrimonio, y aún no estaba en cinta la señora de San Román, quien aprendió
en las escuelas de señoritas a vestirse bien, a oler bien, a dormir bien, a
cocinar bien, a tener siempre una buena sonrisa para brindar al esposo.
Aprendió también las más de cien maneras de utilizar su cuerpo para dar placer
al hombre de la casa en otra escuela de “señoritas”, pero nunca imaginó que sus
mayores aprendizajes serían fuera de cualquier recinto escolar, bajo el techo
estrellado de la ciudad de Rosario, a lado de un fabricante de juguetes.
El día en que se conocieron, estaba cayendo una
llovizna de lo más extraña, pues el sol brillaba en todo su esplendor y no se
divisaban bastantes nubes en el cielo, había un arco iris dibujado en el cielo
azul e incluso se podían apreciar varias aves volando en el cielo.
Ella estaba sentada en una linda silla dorada del café
de Los Insurgentes, bebiendo un buen mate con su esposo, mientras charlaba con
los ricos de la zona sobre por qué los pobres estaban acabando con Argentina.
Estaba muy aburrida, sonriendo sólo por compromiso, examinando las
inscripciones que dejaban las hierbas del mate en su matera.
Arcadio, por su parte, caminaba felizmente con su
esposa a lado, acababan de comprar un helado de limón para ella y uno de
rompope para él, lo lengüeteaban alegremente y se reían de los pobres ricos,
quienes nunca podrían disfrutar de lo bueno que era tomarse un helado con toda
la tranquilidad de La Pampa.
Él volteó sólo un instante, el cual sería eterno dentro del brillo espectacular
de los ojos de avellana de Dalia. Ella también se perdió en la profundidad de
los ojos negros de Arcadio, tan hondos, tan oscuros, tan llenos de vida, tan
excitantes, tan diferentes.
Con una mirada llena de deseo y encanto se conocieron;
este evento afortunado no duró más de cinco segundos, pero habrían de
recordarlo el resto de sus vidas.
-¿Qué te pasa, ché? – le preguntó Anastasia a Arcadio
cuando lo vio tan distraído.
-Nada, lunita, que la lechuza se me detuvo a comer por
un segundo.
-Vos y tu lechuza.
-Vos y tu cintura – la tomó por la cintura y le besó el cuello, y
mientras lo hacía, ya se preguntaba a que sabría el cuello de la hermosura del
vestido azul que tomaba mate en una cafetería de ricos.
Arcadio y Dalia no se pudieron sacar de la cabeza el
uno al otro, ella todavía soñaba con esos ojos negros que la incitaban a vivir
de una manera diferente, mientras él quería volar en las alas invisibles del
ángel que el destino tuvo a bien presentarle.
Comenzaron a verse fortuitamente cuando un lunes él
pasaba “´por ninguna razón aparente” por la villa rica de Buenos Aires después
de salir temprano del trabajo. Sabía que sólo alguien adinerado era capaz de
tomar mate en una cafetería del centro, y la razón de su insomnio no podía
estar lejos. Efectivamente, Dalia pasó caminando del brazo de su esposo a los
pocos minutos de caminata de Arcadio.
-Tú, wachiturro, ¿qué te crees que hacés aquí? Andá al
laburo que los jefes te van a zurrar – le gritó Mario San Román, Arcadio se
limitó a sonreír y decir con voz clara y fuerte.
-Lo lamento, Ché, pero si se tiene que echar a andar la Lechuza, se tiene que
echar a andar – Dalia comenzó a reírse levemente, mientras que Mario San Román
se sonrojó y la soltó.
-¿Qué me decís, boludo? Vos has de querer que llame a
la montada
-Que va, lo que yo quiero es que se montén pero a la Virgen del río.
-Dejalo, querido, recordá que te ponés colorado si te
enojás.
-Tienes suerte que venga mi mujer, donde te vuelva a
ver te pongo una joda que regresas a la concha de tu madre.
-Cuando guste y donde guste, yo siempre laburo en La Plata y salgo a las seis de
la fábrica de sueño – esto lo dijo Arcadio con un doble sentido, para que Dalia
lo fuera a buscar cuando pudiera.
Pasaron tres meses sin que Arcadio fuera a Buenos
Aires o Dalia a La Plata,
ya era Agosto y él comenzaba a perder la fe. Hasta que un día la vio fuera de
la fábrica, con el mismo vestido azul con que la vio la primera vez.
-Lo que hizo usted con mi marido fue una falta de
respeto atroz.
-Le pido perdón, mi señorita, pero reconozca que su
señor esposo me provocó primero.
-No he terminado.
-Dispense.
-Pero lo que estoy a punto de hacer yo, es todavía
peor.
-¿Que está sugiriendo?
-No se haga el pelotudo, si sabe bien a lo que me
refiero.
-Pero en sus dulces labios, las palabras suenan como
un concierto de Gardel – Dalia sonrió y le dio una nota de papel perfumada,
ésta tenía instrucciones detalladas de cómo y donde sería su próximo encuentro.
Estaba pactado para el día siguiente a las siete, en un bar muy escondido de
Rosario.
-¿Por qué hasta Rosario, mi señora?
-Por que en Rosario no se cantan las traiciones – y
con esas palabras se fue hasta su carro privado, donde el chofer ya la
esperaba, listo para irse.
Comenzaron a verse en el pequeño bar de Rosario todas
las semanas, los jueves por la tarde, dos horas de copas, de risas, de
anécdotas y de despedidas. Él le enseñó en pocos pasos la vida tan cruel y ruda
que se vivía en las calles cuando tu apellido tenía menos de doce letras, le
enseñó a escarbar, a patear la pelota, a beber por la garganta, a ser rebelde,
a gritar, a soñar con barquitos de papel, gatos y familia; pero sobre todo, le
enseñó a vivir, sin importar el mañana.
-Que si amanezco muerto, quiero decirle a San Pedro
“Cabrón, te llevaste a un pibe vivido” – era su frase predilecta.
Por su parte, Dalia le enseñó a vestirse y peinarse
mejor, a mascar tabaco con elegancia, a beber con la lengua, a sonreír cuando
las cosas se ponían difíciles y a enamorarse sin sentido.
Se adoraban, se necesitaban, era claro que se
derretían el uno por el otro, pero nadie se atrevía a ser infiel y dejar en los
labios del otro el dulce sabor del engaño. Nadie, hasta Octubre, cuando ella
llegó, y antes de saludar, ya había terminado con media botella del mejor
whisky del bar.
-Tengo que decirle algo a vos, señorito carpintero.
-Pues vos lo debés de soltar, señorita riquilla.
-No sé si es que mi marido se traga la concha de otra,
o que el alcohol me pone en pedo, o tal vez, hasta lo quiero.
-¿A dónde va, mi señorita?
-Que si ya andamos haciendo pavadas, pues a hacerlas
bien.
-¿Qué proponés?
-Sigueme, que esta noche las estrellas na´más salen de
nuestro colchón – salieron del bar, medio ebrios y medio confusos, pero
bastante enamorados y conscientes para saber lo que pronto harían.
Se hicieron el amor con la bestialidad de dos leones,
pero con la delicadeza de músicos, y fue un amor pleno, inolvidable, insólito, prohibido,
excitante, único. Él nunca había sentido tantos nervios ni había estado tan
perceptivo, mientras que ella llegó a nuevos rangos en su escala de orgasmos.
Lo hicieron por horas, en una cama pequeña de un hotel barato, hecho
especialmente para esas ocasiones. Durmieron cada quien en los brazos de la otra
persona, llenos de amor, conectados como nunca y como siempre, como dos almas
destinadas a unir sus cuerpos en algún momento.
Cuando despertaron, ninguno se asustó o intimidó, era
como si se conocieran de toda la vida.
-Yo nací para vos – le dijo ella a él.
-Y yo para vos – le respondió él, se dieron un beso y todavía jugaron un
poco a las caricias en la cama, antes de vestirse e irse cada quien a sus
respectivas casas, para inventar una mentira más en una lista que incluía
juntas, reuniones de póker, horas extras y visitas al doctor.
Dalia se tardó
una semana en notarlo, y dos meses en ir con la noticia a los brazos de
Arcadio.
-Estoy preñada, y es tuyo – le soltó una noche tras
hacer el amor en un hotel nuevo. La pareja había agarrado la costumbre de verse
dos veces a la semana, y siempre en un hotel diferente de Rosario, siempre ser
salvajes y delicados, y sólo entregarse, sin muchos preámbulos, sin nada más
que su piel y sus caricias para aumentar el ya de por si implacable fuego que
ardía entre ellos.
-Pero ¿cómo puede ser? Si en tres años no le he dado a
mi mujer más que los gritos.
-Tal vez tu mujer esté mala.
-O tal vez el hijo sea de San Román.
-Es imposible, este hijo es producto del amor, se
puede sentir en su calor. Un hijo de San Román me helaría hasta el peinado.
-¿Cómo lo sabés?
-Soy mujer, nosotras lo sabemos, ché.
-¿Qué querés? ¿Qué nos fuguemos hasta donde no haya ni
buenos ni aires? ¿Qué nos la vivamos en Jujuy o en Tucumán?
-Yo te quiero a vos.
-Pero vos sos una Mendieta de los Santos, y yo un
simple Gil, eso sólo pasa en novelas y en tangos.
-Pues escribamos nuestro propio tango.
-El tango del cuerno.
-El tango del amor.
-El tango pelotudo.
-El tango enamorado.
-El tango de los que joden.
-El tango de los que aman.
-Y resulta que en los colegios de pibas, también te
enseñaron a replicar.
-Me enseñaron de rimas, la réplica te la debo a vos.
-Vos serás mi perdición, mi puñetera perdición.
-Y vos la mía.
-Pero sos mi salvación, mi puñetera única salvación.
-Y vos lo sos de mí.
-¿Cuándo nos hemos de escapar a escribir tangos?
-En dos años, para que tengás tiempo de buscar algo
tranquilo, tal vez en Paraguay.
-Mejor en Venezuela.
-¿Qué hay de México?
-O en Nueva Zelanda.
-Andá a buscar donde vos querás, corazón, que a donde
me lleves, yo voy contigo.
-¿Seguiremos amándonos así, aún cuando nos la vivamos
entre puertos?
-Aunque me hicieras vivir entre Canallas.
-Vos sos lo único que amo.
-Hay dos cosas que amo, y una sos vos.
-¿Cuál es la otra?
-Si serás boludo, tu hijo, nuestro hijo.
-Soná tan lindo, repitelo.
-Nuestro hijo – se sonrieron, se besaron y fueron a dormir, pensando en
lo infinitamente bello del futuro que les esperaba.
El primer hijo de
Arcadio y Dalia nació bajo el nombre de Sebastián San Román Mendieta de lo
Santos. Decidieron conservar el apellido San Román para la criatura, ya que
éste le garantizaría un futuro más promisorio que el Gil. Vino al mundo apenas
unos días antes de que fuera Navidad; 23 de Diciembre de 1963, y de inmediato
fue llevado a una incubadora.
Los doctores, Dalia
y las enfermeras estaban de acuerdo en que había sido uno de los mejores partos
que les había tocado presenciar. El niño llegó al mundo sin complicaciones en
el parto, son buena salud, peso ideal, y son llorar en demasía, fue demasiado
fácil para Dalia, quien imaginó que sería la mar de doloroso, y en vez de eso,
sólo sintió un dolor moderado en el vientre, y luego un vacío.
-Es normal, su vientre ya extraña al niño, se
ve que va a ser maravilloso – le dijo el Doctor cuando Dalia decidió contarle
sus síntomas. Ella se lo contó a Arcadio, quien no pudo evitar una risita
nerviosa.
-Es que es el hijo
del amor.
Pasaron los meses,
y cada día estaba más cerca el momento en que Arcadio y Dalia escaparan junto
con Sebastián hasta donde ni Dios todopoderoso los pudiera encontrar, habían
pactado la fecha, y sólo faltaban un par de días para la escapada. Pero no
contaban con la interferencia de Augusto Mendieta de los Santos, el hermano de
Dalia.
Augusto paseaba por
Rosario un desafortunado día, aburrido ya de todos los bares de Buenos Aires,
decidió ir a Rosario a tomarse algo, encontró el bar más escondido y solitario
de la ciudad, y ahí pidió tequila. Se sentó en una mesa del fondo, y entonces
vio a su hermana, con su hijo de seis meses en los brazos, acompañada de un
hombre claramente pobre. Decidió esconderse, sin decir nada, se hizo invisible
hasta que los vio partir, los siguió con la mirada, hasta que se perdieron y
entonces alzó la vista al cielo, rogándole a cualquier dios cercano que le
ayudara.
-Dios, no permitas
que mi hermana lo pierda todo por culpa de la concha que le heredo su madre.
Siguió espiándolos
durantes meses, analizando su patrón de juego, sus miradas, sus besos. Sabía
que tenía en sus manos la oportunidad de salvar el corazón de su amada
hermanita de las garras crueles del infierno, pero no sabía como lograrlo sin
parecer un chivo y tener que explicar que hacía en Rosario, cuando debía estar
trabajando.
Tardó dos meses de
estudio en lograr su plan infalible; San Román se enteraría del chisme y
asesinaría a Arcadio.
El plan no era muy
complejo, pero Augusto se ufanó siempre de su buen juicio. Haría llegar una
carta anónima, firmada por una mujer, la carta diría que lo esperaba en un buen
bar de Rosario para después largarse a un hotel donde el “padre” de Sebastián descansaría
del estrés de tener un hijo.
La carta llegó
justo dos días antes de la fecha límite del plan de escape, y Mario San Román
no pensó dos veces antes de salir a conocer a la misteriosa mujer que le
devoraría el alma en pasiones. Se arregló y salió de la casa, sabiendo que su
mujer no llegaría temprano, pues había ido a La Plata con unas amigas y sólo
regresaría hasta el día siguiente. Llegó puntual a la cita, y sus ojos lo
llenaron de furia cuando vio a su mujer besando al Wachiturro que lo había retado
en su propia calle.
-¡Pero si serás
puta! – le gritó San Román a su esposa antes de derrumbar a Arcadio y patearlo
con fiereza.
-¡Pará, Mario! –
gritó su mujer, pero él no hizo caso y sólo la empujo con violencia.
-Mira que dejarme
por un pelotudo así, te vas a enterar, hijo de puta – lo levantó sólo para
darle una tunda aún más violenta. Arcado no podía defenderse, San Román le
había quebrado un brazo desde que lo derrumbó, dejándolo inmovilizado por
completo, trató de patear a su agresor, pero fue inútil, necesitó que medio bar
detuviera la violencia incesante emanada del cuerpo del millonario.
-Vos te venís
conmigo – le ordenó San Román a su esposa.
-No quiero.
-No te atrevas a
hacerme enojar, no ahora.
-No quiero ir
contigo nunca más, no quiero saber nada de ti.
-Mirá, estúpida –
abrazó a Dalia por el cuello y le dijo en voz tan baja, que sólo ella y él lo
pudieron escuchar –, ese ché por el que te ponés toda loca, es hombre muerto,
sí o sí, la única forma en que viva, es que te vengás conmigo, me pongás la
pija como un mango, la chupés, y te la metás en toda la concha hasta que me
quede en sangre.
>>Así que
escoge, mi reina.
-Sos un tremendo
pelotudo.
-Y vos sos más puta
que la María de
Egipto, pero aquí no estamos para juzgar, estamos para joder – Dalia salió con
su esposo a un lado. Alcanzó a voltear para ver a Arcadio, lastimado, con los
ojos enamorados puestos en ella.
-¡Dalia, que yo te
amo, carajo! – alcanzó a gritar Arcadio antes de que su amada fuera aventada en
un carro negro, el cual se la llevaría para nunca más volver.
Dalia cumplió con
su parte del trato, y salió embarazada de esa noche tan horrible, en la que el
placer no estuvo presente, mucho menos la felicidad. Pasaron los nueve meses
con frío en el vientre, un frío que no sólo helaba el peinado, si no hasta la
peineta. Nunca tuvo noticias de Arcadio, ni de nadie, San Román y ella se
mudaron hasta lo más recóndito de Mendoza, no la dejó salir a ningún lado, la
tenía vigilada todo el día y toda la noche.
-Yo no entiendo por
que vos sí te vas de putas.
-Por que yo, mi
reina, soy tu puto dueño.
El segundo hijo de
Dalia, y el primero (reconocido) de Mario San Román, nació en una forma
diametralmente opuesta a Sebastián; fue un nacimiento oscuro, doloroso, lleno
de nervios, de traumas. Dalia sufrió, pero ahora en serio, como si su cuerpo no
quisiera volver a estar unido otra vez.
-Es lo normal, la
segunda siempre es la peor – le dijo el mismo doctor que trajo al mundo a
Sebastián, pero con un tono mucho más lúgubre y mentiroso.
El primer hijo de
Mario San Román y Dalia Mendieta de los Santos fue bautizado con el nombre de
Mario Ataulfo San Román Mendieta de los Santos, nació bajo de peso, con
dificultades para respirar, y con odio y rencor en su mirada.
-Aquí no ha nacido
un niño, ha venido el mismísimo demonio – le contaría la partera Jimena Amione
a su compañera, mientras ambas iban de camino a su casa.
-Te equivocás Jimena, como siempre, lo que aquí ha
venido no es demonio ni es niño, es el odio en persona.
Arcadio y su
familia se tuvieron que mudar para evitar a los matones de San Román, que
estaban dispuesto a todo para acabar con su vida. Fue a Río Negro, a Jujuy, a
Tucumán, y a cualquier lugar donde le dieran trabajo, era difícil darle trabajo
a un pobre carpintero, y lo que conseguía era temporal. Pasaba la mayor parte
de su tiempo soñando con Dalia, con sus besos, sus caricias, sus senos, sus
sueños, la lloraba, la recordaba, la dibujaba, la escribía, la sufría. Nunca
quiso dejarla de pensar, y siempre se preguntaba si ella pensaba lo mismo.
Dalia lo pensaba
aún más, y lo buscaba en cada rincón de Argentina que San Román no le negaba.
Tanto lo recordaba, que siempre prefirió a Sebastián por encima de Ataulfo,
siempre fue primero Sebastián y luego Ataulfo. San Román los despreciaba a los
dos por igual, por eso nunca se dio cuenta de que uno no era su hijo. Incluso
cuando nació Sandra, dos años y medio después que Ataulfo, San Román no la
conoció hasta después de un mes, y tampoco le importaba demasiado.
Cuando Sebastián
cumplió cuatro años, llegó a oídos de Dalia una noticia que le desgarraría el
corazón. Primero se negó a creerla, pero después la encontró en el periódico, y
supo que todo había acabado. Lloró tres días y cuatro noches, hasta que San
Román por fin le preguntó.
-¿Que tenés vos,
mujer? Parece que te hubieran matado la sonrisa.
-La que han matado
es mi felicidad, viejo.
-¿Qué pasó?
-Lo que tenía que
pasar – Dalia buscó entre sus periódicos la nota y se la entregó. Era el
periódico de Rosario. Había una foto con un hombre colgado por el cuello. La
nota decía: “Arcadio Gil fue encontrado muerto en su departamento el día de hoy
a las seis de la tarde: El suicidio ocurrió por razones que el difunto explica
en una nota “Si en vida no te puedo amar, tal vez en muerte te pueda encontrar”
junto con una lista de pésames para sus familiares…”
-Que boba, yo creía
que era algo importante.
-Es más importante
que tus gallos y tus días, él sí era un hombre, no como vos.
-Yo tengo de hombre
en un pierna lo que ese en todo el cuerpo.
-Eso quisieras vos – Dalia se levantó y entró a su
cuarto, donde lloró aún más.
hola que buen escrito, como todos los que haces
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